20 de noviembre de 2021
Puente sobre el río Guadarrama en la carretera de Brunete a Villaviciosa de Odón, actual Autovía de los Pantanos, M-501. Sin entrar en el estudio de los caminos que cruzan el término de Brunete, que serán objeto de un trabajo aparte y que vienen siendo reseñados desde los siglos II y III a.C., los condicionantes que influyeron en el desarrollo de Brunete - y, por el mismo motivo, en el propio puente -, y que merecen este monográfico, fueron el hecho de que Felipe II tuviera en gran estima a los condes de Chinchón, señores de Brunete y la obra de El Escorial. Sobre don Pedro Fernández Cabrera y Bobadilla, II Conde de Chinchón, debemos decir que era el señor de Brunete; en concreto, lo fue desde 1522 hasta el año 1575. La villa de Brunete era parte de su señorío, es decir, lo que entonces llamaban Estado de Chinchón, un conjunto de dominios en los que el conde ya mentado mandaba y en los que, a cambio, tenía que prestar servicios al Rey (servicios de todo tipo, sobre todo de defensa o apoyo con sus propias fuerzas; a veces eran servicios innombrables, pero la mayoría de las ocasiones eran simplemente servicios económicos). Ya llevaban años, concretamente desde la época de su abuela Beatriz, en los que se hallaban metidos en un contencioso contra la Corona porque querían que les indemnizaran por los servicios que prestaron a su padre, el emperador Carlos V, cuando le defendió el Alcázar de Segovia (verdadero buque insignia de la monarquía y depositario de los tesoros) y, a su vez, prestó fuerzas - una "broma" de once millones de maravedís, nada más y nada menos - para acabar con los Comuneros. Hacía ya 55 años de aquello, pero ya se sabe que las cosas de palacio van despacio: siempre era un tira y afloja entre los procuradores y abogados de las partes, ante la Real Chancillería de Valladolid. Eso no impedía que Felipe se llevara bien con don Pedro, II conde de Chinchón, y después con su hijo Diego. Fue en 1562, cuando comenzó El Escorial, el año en que nombró a don Pedro veedor de las obras. Evidentemente, Juan de Herrera, el arquitecto de las mismas, era el centro de gravedad de lo que para el Rey era lo más importante, ya que era su aportación, relación u ofrecimiento a Dios, como fue la obra de El Escorial, las relaciones con el ejecutor de las formas, de los sentimientos reales, etc. En cuanto a los edificios, resultaba imprescindible para ser bien estimado y estar a su lado en todo lo que se pudiera, hasta el punto de entablar amistad personal - quizá interesada - entre ambos.