A la hora de plantear el estudio de la Iglesia de una población pequeña, el historiador, el investigador o el especialista en Historia del Arte es consciente de que el análisis y la evolución del propio edificio representan, en sí mismos, una de las mejores formas de conocimiento de lo que ha sucedido en dicho emplazamiento a lo largo del tiempo.
A la tradición castellana a la que pertenece la “Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Brunete”, se une la posible influencia del pasado romano, cristiano e, incluso, musulmán, con un elemento que, con frecuencia, se convierte en un aspecto característico de los primeros asentamientos que se irían constituyendo desde la antigüedad: un espacio común que, compartido entre los habitantes originarios, serviría como vínculo de unión alrededor de un culto de carácter religioso-divino, originando, posteriormente, un primer núcleo, que iría evolucionando de forma paulatina hasta convertirse en un concejo y, en lo que entendemos a la postre, en el ayuntamiento.
Este tipo de enclaves, en un principio, tenían un importante valor estratégico, ya que estaban situados en lo alto y desde ellos se podían ver todos los territorios circundantes. Dichos asentamientos contaban con agua, que se extraía de un pozo o aljibe, y reunían las condiciones necesarias para la construcción de viviendas o de alguna torre u otra edificación desde la que se pudiese vigilar.
A partir de esta torre, como pudo suceder en el caso de Brunete, surgirá una nueva población. Tal transformación es un ejemplo de cómo se convierte en un espacio de carácter religioso lo que en un primer momento fue concebido como un núcleo defensivo.
La situación geográfica tampoco deja dudas. Brunete se encuentra entre Segovia y Toledo, posiblemente, en el camino más corto entre estas dos capitales milenarias, ejes de Castilla y, a su vez, de la España de aquella época. Era una zona de paso, un cruce de caminos, que destacaba por estar bien comunicada con respecto a estos focos de poder. En los primeros siglos del cristianismo, cuando Roma era un imperio, en el centro de la Península ya había algunas ciudades o núcleos de población con comunidades arraigadas de cierta importancia.
En la Alta y Baja Edad Media, con el avance de lo que se ha denominado “proceso de reconquista”, los movimientos de las llamadas “marcas” o límites entre los territorios de dominación de cristianos y musulmanes bascularon constantemente, situándose determinadas atalayas o torres vigía en zonas estratégicas que servían para observar los movimientos de tropas que se produjeran en el horizonte.
A lo largo de la línea del río Guadarrama, enclaves como Calatalifa son el ejemplo perfecto de este tipo de construcciones que, como pudo suceder con Brunete, presentaban una estructura que, por su ubicación, permitía que las tropas se anticipasen a los movimientos del enemigo.
No obstante, el especular sobre la conexión entre la posible presencia de una de estas torres defensivas en Brunete y la posterior construcción en ese enclave del que nos estamos ocupando nos puede llevar al equívoco o a elevar una conjetura a la categoría de hecho consumado. Lo cierto es que el templo se alzó en una zona favorable por su abundancia de agua, pero que a la larga se antojó complicada por sus características tanto físicas como topográficas, que han generado desde, prácticamente, el primer momento, una gran cantidad de problemas de carácter técnico y funcional, ocasionando un elevado número de reparaciones y modificaciones que la minuciosa investigación en archivos, de ámbito religioso y civil, ha ido revelando.
La existencia de documentación sobre las sucesivas intervenciones ha sido de gran relevancia. El trabajo de investigación realizado en los Archivos Diocesanos de Toledo y en el Archivo General de la Administración (AGA) de Alcalá de Henares fue sacando poco a poco a la luz la causa de un gran número de incógnitas que la disposición de la iglesia presentaba y revelando, al mismo tiempo, cómo el citado emplazamiento del santuario supuso más de un quebradero de cabeza a los diferentes maestros de obra, operarios y arquitectos que se fueron haciendo cargo del proyecto a lo largo de los siglos.
A diferencia de las iglesias que encontramos en poblaciones cercanas, como pueden ser Navalagamella, Valdemorillo o Colmenar del Arroyo, la “Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Brunete” ejemplifica un aspecto que resulta característico de la arquitectura religiosa peninsular, pero que también otorga singularidad al templo: su traza representa un catálogo de estilos arquitectónicos que, en lugar de mostrar una coherencia en lo constructivo, son un continuo desarrollo de ampliaciones, añadidos y reformas.
Tal particularidad nos permite descubrir mediante una detenida visión del conjunto gran parte de la historia de este país, reflejada en sus muros, convirtiendo a “Nuestra Señora de la Asunción” en una de las construcciones más singulares de toda la arquitectura de esta zona del centro peninsular.
El origen del templo, su punto de partida, lo podemos encuadrar en el tránsito estilístico que entre los siglos XV y XVI se produjo en iglesias de estilo gótico propias del centro peninsular, en especial, en templos que surgen en las actuales provincias de Guadalajara y Cuenca, cuya impronta quedó presente en el territorio que los historiadores que analizan el proceso de reconquista denominan “La Transierra”. En esta extensa área de influencia se ubican tanto la obra realizada en Brunete como las que podemos encontrar en las vecinas Navalcarnero o Casarrubios.
A principios del siglo XV, la sencillez constructiva de las llamadas “iglesias columnarias” o de “planta de salón” contrastará con la eclosión decorativa y formal que, a partir de los Reyes Católicos, se produjo en la arquitectura nacional. El frenético ritmo en la realización de obras tanto de tipo religioso como civil que se desarrolló a lo largo de estos cien años se inició con la puesta en marcha de grandes catedrales como la de Sevilla, Murcia, Oviedo o Pamplona, ejemplos alejados entre sí no solo por cuestiones espaciales, sino por la propia factura del templo. Sin embargo, todas estas obras contaban con la impronta de grandes escuelas de arquitectos llegados de Centroeuropa que emprendían y enriquecían los gremios y los proyectos iniciados a finales del siglo XIV.
Tiempo antes de que Georg Weise acuñase el término alemán hallenkirche (“iglesia de salón”), refiriéndose a algunos templos españoles de finales del XV o XVI que, siguiendo modelos alemanes, presentan naves cubiertas a la misma altura, historiadores del arte como Vicente Lampañez ya habían utilizado el término “gótico vascongado” para referirse a un nutrido grupo de templos de similares características.
Mientras que autores como Fernando Chueca Goitia, después de haber identificado a arquitectos de origen montañés y vascón, como Juan Gil de Hontañón o Juan de Resines, proponían que su nacimiento se tenía que situar en el foco burgalés, al afirmar que era el entorno más inmediato en el que se concentraban los más tempranos ejemplos, otros como José María Frías relacionaron los templos sorianos de salón burgaleses con los riojanos, uniendo a la figura de Juan Resines la de Rodrigo Gil de Hontañón en otra amplia zona castellana.
Estudios posteriores ligaban la presencia de cuadrillas de canteros de origen vasco y montañés y la personalidad de los Colonia (Juan y Simón) con la difusión de dicho modelo por gran parte del territorio de la Península. En aquel periodo se levantaron edificios de grandes proporciones, pero también iglesias como la que nos ocupa, cuya inicial sencillez estructural, proyectada desde la cabecera y el presbiterio, permite la disposición longitudinal de tres naves, contando la nave central con una altura mínimamente superior a la de las naves laterales.
La denominación antes citada de “iglesia columnaria” toma su nombre de la pautada disposición de los grandes pilares con los que se estructuran las cubiertas, presentando una planta de tipo rectangular o de salón, que permitía a los fieles visualizar la totalidad del conjunto desde el momento en el que se entraba en su interior.
Durante este periodo, las bóvedas de crucería irían poco a poco complicando sus formas, añadiéndose cada vez más nerviaciones y puntos de unión entre ellas o terceletes, siendo la iglesia de Brunete, originariamente, un ejemplo del uso de este tipo de cubiertas como la que se ubicaba, antes de las últimas restauraciones, en el espacio del transepto y, en concreto, en la zona del crucero.
El uso de arcos de tipo carpanel, como el que sustentaba las bóvedas del edificio, son de clara influencia flamenca, que se mezcla con las notas propias de la tipología mudéjar que aún estaba muy presente en la arquitectura española de aquella época. Tal influjo del norte de Europa, propio de los maestros de Flandes, como Hanequin de Bruselas, alemanes o franceses, como el propio Juan Guas ―cuya intervención posterior servirá para culminar las obras de la catedral de Toledo―, configurará el llamado estilo hispano-flamenco, isabelino o Reyes Católicos.
En Brunete, los primeros testimonios que hacen referencia al templo lo bautizan con el nombre de “Iglesia de San Antón”, y ligan su pasado a los Obispados de Toledo y Segovia, siendo especialmente significativo el paralelismo que la traza original de la iglesia guarda con las iglesias columnarias de la zona de la Alcarria y con ejemplos como los que encontramos en localidades como Pareja, Sacedón o Tendilla.
En la comarca de la Alcarria, el comienzo de las cabeceras góticas se sitúa a finales del XV y principios del XVI, quedando rematadas con naves ya propiamente renacentistas, sobre todo en cuanto al uso de soportes circulares y lisos, no pilares por aproximación de columnas, como curiosamente sucede en Brunete, propios del gótico a partir de la segunda mitad del XVI .
En el caso de los Obispados de Cuenca, Sigüenza y Toledo, a partir de la segunda década del XVI se pararon gran cantidad de los múltiples proyectos que hasta esa fecha se estaban llevando a cabo, seguramente por problemas económicos, en los que pudo influir el desarrollo de la Guerra de las Comunidades y que impidieron a las parroquias concluir los edificios una vez las obras ya se habían iniciado, situación que pudo haber afectado al desarrollo también de la Iglesia de San Antón de Brunete.
No obstante, la pujanza económica de la segunda mitad del XVI permitió concluir la ingente cantidad de templos que en ese momento se encontraban a medio construir, con trazas góticas previas y, finalmente, rematadas con formas renacentistas, aunque conservasen resabios góticos evidentes (como el uso generalizado de la bóveda de crucería), terminándose en el siglo XVI.
Ese cambio en lo formal se puede apreciar con gran claridad en la disposición y en la estética que en un inicio desplegaba la fachada del oratorio de Brunete. El citado estilo isabelino o Reyes Católicos es el reflejo del espíritu de grandeza que la monarquía moderna trataba de mostrar y al que vinculan con el recargamiento de la decoración, según estudiosos de ese periodo, como Azcarate.
Los monarcas encauzaron y engrandecieron el movimiento artístico, pero no lo engendraron, ya que la llegada de los citados maestros centroeuropeos que impulsaron el gótico florido fue anterior a la coronación de los Reyes. Sin embargo, la mayoría de las estirpes que habían detentado el poder durante el Medievo vieron cómo la llegada al trono de los Reyes Católicos y los cambios producidos en el inicio de la Edad Moderna en Castilla supusieron el desplazamiento, en algunos casos, y el ajuste, en otros, de la escala del poder de aquel periodo.
Esta situación, probablemente, sea la causante de la presencia de elementos de tipo heráldico y nobiliario en la iglesia que vamos a analizar a lo largo de las siguientes páginas. En la portada y en diferentes puntos de la iglesia hay motivos decorativos característicos de este periodo, como las medias bolas o apometados, así como las referencias a la familia de los Sarmiento, cuyo escudo de armas está presente en la fachada, rematando el arco de medio punto, de estilo plateresco.
La combinación de líneas y elementos propios de la arquitectura italiana, adoptados por el estilo renacentista español, con aspectos de una arquitectura tardogótica quedó reflejada en su día por la ya mencionada bóveda de crucería que remataba el cimborrio. En la actualidad, únicamente conocemos su existencia gracias al estudio y análisis de la planta original y por las fotografías que fueron tomadas al principio de la última restauración que se llevó a cabo, tras finalizar la Guerra Civil, con el proyecto de “Regiones Devastadas”.
A partir de finales del siglo XVI, y debido a la citada complicación que su emplazamiento ha generado en la estructura desde el primer momento, la iglesia pasó por multitud de obras de acondicionamiento, arreglos, sustitución de estructuras y cambios en la propia disposición del templo.
La labor de investigación en los Archivos Diocesanos de Toledo, en los que se recoge gran parte de la documentación referida a este sin fin de reformas, nos ha permitido tan solo poder recabar la información que se refiere a tales intervenciones en los tres últimos siglos, en concreto, desde principios del siglo XVIII, siendo patente cómo la humedad del suelo sobre el que se asientan los cimientos, unida a la inclinación del terreno y a la especial atracción que el enclave supone para fenómenos de tipo electrostático, hicieron que fuese necesaria una continua labor de afianzamiento de los cimientos y a que, en más de una ocasión y como la propia documentación indica, “rayos y centellas” hiciesen que la torre principal se viniese abajo o que amenazase con caerse sobre las cabezas de los habitantes del Brunete de la época.
Las constantes quejas que sobre ese tipo de incidencias encontramos en la correspondencia que mantuvieron los distintos curas encargados del templo y los miembros del Arzobispado que tuvieron que autorizar las obras ilustran claramente este innumerable trasiego de maestros de obras y operarios, así como la ingente cantidad de fondos que las arcas del municipio debieron de destinar a estas labores. Desde principios del XVIII, fueron especialmente significativas las intervenciones que se produjeron en la llamada “puerta sur” o “de la epístola” y que hicieron que se reforzasen tanto las cimentaciones de esta ala del templo como los contrafuertes que lo afianzaron, lo que explica que tales contrafuertes no coincidan con los originales que aún encontramos en la “puerta norte”. A mediados de dicho siglo, la cornisa de la sobria portada, que durante largo tiempo sirvió de único acceso al templo, se vino abajo, lo que obligó a los arquitectos encargados del proyecto a modificar su ubicación y a reforzarla con unas pilastras similares a las utilizadas en dichos contrafuertes.
La torre y sus múltiples transformaciones merecen un capítulo aparte. Se trata de un tema que es necesario abordar de manera pormenorizada, ya que a su posible origen como atalaya y su puesta en valor en el Renacimiento han configurado un espacio en el que la ornamentación que presenta la bóveda de casetones que encontramos en su interior o los remates manieristas que se sitúan en las cenefas y vanos que la decoran indican la posibilidad de que no solo tuviese un destino religioso, sino que estaba ligada a la actividad nobiliaria.
Lo cierto es que las características físicas y topográficas a las que antes aludíamos han tenido gran repercusión en esta parte del templo. A finales del siglo XVIII, la torre amenazaba ruina. Además, existe información sobre un chapitel empizarrado que remataba la estructura y que se sustituye. Si bien en 1836, un trágico incendio arrasó gran parte del templo, lo que propició la intervención del famoso arquitecto Francisco Enríquez y Ferrer, miembro de la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando, cuya impronta neoclásica se vería reflejado en el uso de soportes y apoyos de carácter clasicista.
El arquitecto otorgó al edificio un sobrio ritmo arquitectónico que combinó con la originalidad con la que diseñó la singular cúpula vaída que remataba la torre. Esta estructura, como sucede con buena parte del trazado original, solo la podemos admirar en los planos e instrucciones que de aquel proyecto han llegado a nuestros días. El más determinante y decisivo capítulo que daría paso a la actual configuración del conjunto tuvo lugar a partir de la destrucción prácticamente total que de la iglesia y de la mayor parte del pueblo se produjo durante la última Guerra Civil.
Brunete ha pasado a los libros de historia, sobre todo, por haber soportado uno de los más duros y asoladores episodios del conflicto armado que sacudió la reciente historia española. Cómo se podrá apreciar en las fotografías que se muestran en este libro, aquella iglesia quedó en pie, aunque tremendamente magullada, en medio de una población completamente arrasada. Tal desolación, unida a lo significativo de aquella victoria, permitió a la maquinaria del franquismo de posguerra, a través de la Dirección General de Regiones Devastadas, convertir la reconstrucción de la práctica totalidad del pueblo, junto a la propia iglesia, en un objetivo prioritario al que se destinarían no solo gran número de recursos económicos, sino también materiales y humanos.
La maltrecha torre vería cómo su elegante trazado neoclásico era sustituido por una muestra de lo que se ha denominado “arquitectura imperial” o “neoescurialense”, lo que en su día fue una brillante cúpula se transformaba en el chapitel con pequeñas mansardas que la remata en la actualidad. Las fachadas y la disposición interna de las naves fueron modificadas de nuevo. La portada principal, situada en el lado oeste, fue retranqueada, eliminándose una parte de la estructura palaciega que había precedido al resto del conjunto. Dicha modificación nos permite ver, hoy en día, el basamento de la torre que ha quedado exento. No obstante, la transformación del aspecto longitudinal de las naves laterales en capillas por los arquitectos de la Dirección General de Regiones Devastadas, José Menéndez- Pidal Alvarez, Felipe Pérez Somarriba y Luis Quijada Martínez, convirtió el proyecto en una reconstrucción en toda regla, reconstrucción que incluía una iluminación natural, ausente en los primeros diseños, mediante una serie de vanos de carácter circular u óculos bajo lunetos. Pero esta intervención alteró las cubiertas y sus soportes, perdiéndose la bóveda de crucería del transepto y los arcos carpaneles que soportaban los empujes de la nave central.
Una vez se ha cruzado la puerta oeste, encontramos un atrio por el que se accede a la capilla, que, situada bajo la torre, alberga un curioso altar constituido por una pila bautismal y una antesala para los feligreses. El coro quedó emplazado a los pies de la iglesia, seguramente, por inspiración en el mismo modelo presente en la basílica del cercano Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, un sotocoro en un nivel elevado similar al de la joya herreriana y al que accedemos por una escalera. Un enrejado de piezas de madera torneadas separa este atrio interior de la nave del templo. Al cruzar este segundo umbral, nos acoge la iglesia con toda su magnitud.
Vamos a tratar de describir o descubrir las vidrieras que se instalaron en la reforma de 1943, de las que no hemos encontrado información y por su ubicacion son dificiles de apreciar.
Posible la más cargada de simbología de todo el templo. Cristo de aspecto “moderno”. Sobre el fondo las siglas; JHS.
Presenta iconografía al Sagrado Corazón de Jesús, intrínseco con la época de la última guerra civil, el corazón centrado en el pecho rodeado de espinas y con llamas, cargado de simbolismo. De su hendidura emanan rayos de luz que iluminan, a sus pies un libro, “Aquel que me siga no anda en tinieblas, sino en la luz”, una de las múltiples interpretaciones.
También observamos un detalle. No tiene esfera del Rey del Universo, sin embargo sobre una pequeña almohada inmediata a sus pies porta el rotulo, ESE SOY CRISTO EL REY DE LA …. Soportando una corona real.
A su vez en primer nivel inferior una banda con el rotulo. EL AMOR MISERICORDIOSO.
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